Érase una vez una liebre y una tortuga, dos amigos que se inscribieron en una escuela de artes marciales al mismo tiempo.
La liebre era rápido, veloz, fuerte. Tenía un talento natural para las artes marciales. Era un campeón nato.
La tortuga, en cambio, era un poco lenta de aprender, le costaba mucho dominar las técnicas, batallaba.
Por esto, no era sorpresa que casi siempre la liebre dominara a todos sus oponentes en el dojo, especialmente a la tortuga.
Pero la liebre no era muy disciplinado. Faltaba a clase. Constantemente encontraba excusas para no entrenar.
—Al fin y al cabo que soy muy bueno— se decía.
No así la tortuga: era muy dedicado, casi nunca faltaba, y cuando lo hacía, lo compensaba entrenando en casa.
—Como no soy bueno, necesito seguir aprendiendo—explicaba.
Pasaron las semanas, los meses, los años. La liebre dejó de asistir a clase, nunca llegó a un nivel alto.
Una vez asistió a una exhibición de artes marciales “para ver si son tan buenos como yo”, les dijo a sus amigos.
Cuál fue su sorpresa al ver, allí en el centro de la exhibición, a su viejo amigo, la tortuga: ya era un maestro, a quien todo mundo admiraba y respetaba por sus amplios conocimientos y su excelente técnica.
—¡Pero cómo es posible que la tortuga ya sea un MAESTRO! ¡Comenzamos a aprender artes marciales al mismo tiempo! —exclamó.— ¡La tortuga siempre fue lento, siempre perdía, siempre batallaba para todo! ¡Yo fui más rápido, más fuerte, y mucho mejor artista marcial que él!
—¡Yo debería estar ahí, enfrente, como maestro de la clase!
Quizá. Pero la tortuga continuó entrenando. Y la liebre no.
Cierto, la velocidad, la fuerza y el talento cuentan, sí. Pero al final, siempre gana la constancia.
Y he ahí la "pequeña gran" diferencia.
(Autor desconocido)